Historia, mujeres, América Indiana, sigloXVI

La Historia y las historias suelen tener dos caras, varias versiones y diversas perspectivas desde las cuales las personas o los historiadores reconstruyen las realidades del presente o del pasado. Es lo que ocurre con el Descubrimiento del Nuevo Mundo, sí, del Nuevo Mundo no de América. No olvidemos que Colón buscaba una vía alternativa para traer las especias desde Asia pero por mar. Cosa que creyó haber logrado hasta su muerte. Fue Américo Vespucio quién dio nombre al nuevo continente. El Descubrimiento, también mal llamado ‘Día de la raza’ por los españoles de la primera mitad del siglo XX, es uno de los grandes hitos de la historia de España y de la Humanidad. Dado que in illo tempore la única comunicación entre aquellos mundos lejanos y España, eran los informes de los navegantes y más tarde, la escritura epistolar o correspondencia, la figura del cronista resulta, a todas luces, de enorme relevancia. Ellos eran emisarios reales enviados para dar buena cuenta de lo que sucedía, lo que hoy llamaríamos «corresponsales», y escribieron las ‘crónicas’ o relatos que hoy constituyen una fuente de gran interés para la Historia. No obstante, es sabido que son fuentes con un alto componente de subjetividad que resaltan, a modo de epopeya, la hazañas de los descubridores pero ensombrecen la de los descubiertos, cuyas culturas, obviamente, desconocían… La historia que nos han enseñado en los colegios (y mucho me temo que es la que se sigue enseñando) es la historia oficial, idílica, en la que los españoles eran los buenos que llegaron para evangelizar pero se nos oculta la otra cara que representa la aniquilación de las creencias de los pueblos indígenas porque, aunque nos pese, los españoles asolaron sus lenguas, sus costumbres, modos de vida…En fin, los desvalijaron y expropiaron de sus tierras y riquezas. La historia de América es también la historia de un gran expolio, de un abuso masivo, de violaciones y de esclavitud… Existe, por tanto, otra versión: la de los conquistados, los descubiertos, los evangelizados, los inventados, los encontrados, en definitiva, la de los aborígenes… Y debería existir una historia conjunta, un remake que nos acercara a la verdad verdadera, sin ambages… La Historia debe ser objetiva, imparcial, neutra…Y cada cual que se posicione donde considere…Pero como en tantos otras aspectos la posición oficial se extrapola, se impone y prevalece la parte sobre el todo, por extensión… La que suscribe queda a la expectativa del resultado de la inclusión en el proyecto educativo curricular de los niños andaluces de este evento por el que la extrema derecha ha mostrado tanto interés… (Y se han librado de mí porque no estoy en activo).
En este contexto, entre los vitoreados y aclamados conquistadores, encontramos a Hernán Cortés muy ligado a la figura de Tecuichpo Ixquixóchitl, Flor de Algodón, nacida en Ciudad de México (antes Tenochtitlán, México) hacia 1509-1510 y fallecida el 9 de diciembre de 1550. La que fuera la última Emperatriz azteca, vivió una vida complicada tras contraer seis matrimonios de los cuales enviudó. De todas estas uniones será la última, decidida por propia elección, la que le abrirá la puerta a sus derechos dinásticos que le fueron reconocidos a ella y a sus sucesores.
La Emperatriz azteca, hija de Moctezuma II y de su mujer Teotlacho, casó por primera vez con apenas once años con su tío Cuitlahuac, que falleció muy pronto (1520) a causa de la viruela. Posteriormente, tras la muerte de Moctezuma II en la llamada “noche triste”, contrajo matrimonio con el que sería el último emperador azteca: Cuauhtémoc, del que también enviudó en 1526. No obstante, anteriormente, en 1524, fue acusado por conspiración y asesinado de manos de los españoles. Por esta fecha se convirtió al cristianismo, adoptando el nombre de Isabel de Moctezuma y también quedó junto a sus hermanas bajo la tutela de Cortés, según había prometido a su padre, otorgándole así mismo, la encomienda más grande del valle de México: el señorío de Tacuba (Tlacopán) recibido en calidad de dote para el nuevo matrimonio que le había concertado con el visitador de Indias, Alonso de Grado.
Tras su fallecimiento Cortés la traslada a su propia casa al tiempo que arreglaba su siguiente desposorio. No obstante, el conquistador y la conquistada tuvieron un affaire del cual nació una hija (1528), Leonor que, curiosamente, nunca reconoció la madre y a la que Hernán Cortés dio su apellido, gracias a lo cual en 1535 recibió de manos del rey Carlos V un título nobiliario. Enterado Cortés del embarazo, se apresuró a desposarla nuevamente esta vez con el pacense de Burguillos del Cerro, Pedro Gallego de Andrada, con quien tuvo un hijo en 1530, Juan de Andrada Moctezuma. En esta etapa Isabel tuvo que adaptarse a su nuevo estatus de noble indígena, siempre bajo la atenta mirada del conquistador que no la enseñó a leer para evitar que reclamara sus derechos dinásticos, como descendiente del último emperador azteca.
Pero el destino quiso que Pedro Gallego muriese repentinamente en 1531 dejando a Isabel viuda con solo 21 años, un hijo de apenas tres años y grandes dificultades económicas, siendo india, mujer y analfabeta, lo que la llevan a decidir, esta vez, ella sola a su siguiente marido. La joven viuda puso sus ojos en un hombre cualificado para defender sus derechos y proteger sus intereses frente a las autoridades coloniales españolas, Juan Cano de Saavedra, un hidalgo nacido en Extremadura que no era amigo de Cortés. Las crónicas describen a Isabel como una joven hermosa de la que escriben: Es su rostro algo parecido al de los castellanos e su piel con matiz de india; sus ojos grandes de mirar apenado, e negros; su nariz aguileña, la boca chica. Digiérase [sic] que tiene el corazón en los labios, pues tal es su forma y el amor que pone en todos sus dichos e palabras.

La posición de su nuevo marido hizo posible que reclamara el patrimonio de su padre Moctezuma: tierras, asentamientos y objetos de valor. Durante 20 años Juan Cano y su esposa sostuvieron tres largos pleitos de reivindicaciones territoriales de los que ganaron dos. Pero Isabel no se conformó y continuó reclamando a la corona española la enorme deuda contraída con su padre, su herencia, pues Moctezuma había aceptado voluntariamente la soberanía de España y, por tanto, no había razones para privar a su hija de sus posesiones ancestrales. Isabel murió en el año 1.550 sin poder ver el final de sus demandas que fueron confirmadas formalmente por la Real Audiencia de la ciudad de México tanto a ella como a sus hijos en el año 1.556.
La Emperatriz tuvo cinco hijos: Pedro Cano de Moctezuma, Gonzalo Cano de Moctezuma, Isabel de Moctezuma, Catalina de Moctezuma, (ambas tomaron los hábitos en el convento de de la Concepción de México) y Juan Cano de Moctezuma. Solo este último regresó a España, donde recibió el reconocimiento definitivo por parte del Rey como el heredero legal de Moctezuma y de su enorme herencia.
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